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Son las dos menos diez de la madrugada y acabo de llegar a Casa Ankelba en Holeta. Hasta llegar aquí, entre luces amarillas exhaustas, hemos cruzado Addis Abeba y me ha impresionado mucho ver las hordas  de parias africanas deambulando por los caminos. Bajo la lluvia fina, había centenares de hombres y mujeres errando por las cunetas, como atrapados en un limbo milenario. Estas visiones me han recordado a los ciegos desgraciados  de la novela de Saramago. Iban sin rumbo y sus caras y sus cuerpos no reflejaban ninguna esperanza de encontrarlo.

 

Día 1: Treinta pájaros de barro

 

A las seis y treinta y cinco me ha despertado el canto agradable y premonitorio (parecido al de un jilguero) de una niña de la casa. Dos horas más tarde, he salido al porche y me he encontrado por primera vez con los niños que jugaban despreocupados en el jardín. Apenas han advertido mi presencia, se han acercado  en un orden particular y aleatorio que también me ha recordado al de los  pájaros; querían averiguar quién era.

Por la tarde, hemos bajado al pueblo a comprar madera y he vuelto a ver mucha pobreza aunque  la de hoy era diferente a la de ayer en la noche de Addis. Su rostro no era espectral, al contrario  parecía un alegato a la vida misma;  sus ojos- grandes y profundos como un pozo de agua-  brillaban al saltar sobre las charcas y sus andares eran esta vez gráciles y precisos. Sus pies de barro andaban de puntillas.

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Día 2: Daniel Worku me ha sonreído 

 

No me lo esperaba. Para nada. Tal vez porque era una guerra que había dado por perdida  antes incluso de haberla librado o quizás porque ya había hincado la rodilla con estrépito en las dos primeras batallas, lo cierto es que una nube de fatalidad se había cernido sobre mí y amenazaba con estallar justo encima de  mi cabeza. En el fondo, me daba pena pensar en aquellas dos maniobras inconscientes  porque mi derrota no le convertía a él en vencedor, los dos éramos perdedores, perdedores unánimes y para el resto de nuestras vidas.

Con la fé secuestrada, había olvidado que la fatalidad  a veces se arremolina, se eleva por encima de nosotros y se convierte en viento de providencia. Mientras regresaba resignado al almacén, el viento providencial cerró con un estruendo la puerta del salón; instintivamente giré la cabeza hacia atrás y pude ver como Daniel alzaba su frente hermosa y marrón para buscar con la mirada esos dos océanos de amor que asomaban por los pupilas de su madre; ese fue el principio del fin. Ella le susurró tres palabras envueltas de miel en amárico  y  entonces  obró el milagro: el semblante eternamente ajado de Daniel Worku se dilató y su cuerpo se estremeció en la silla como si las palabras de su enat le hubiesen acariciado el cuello. Gracias Daniel Worku por pagar el rescate.

 

Día 4: Camino de Addis

 

Mientras oía atónito los cantos alegres y viscerales de las niñas de la Casa en la furgoneta camino de Addis, una pequeña metáfora ha atravesado mi mente como una exhalación: En Europa, cantar es como navegar por un río manso  siguiendo la batuta de un capitán contenido de barba blanca; en cambio en África, cantar es como sortear un río de aguas bravas y remontar la corriente hasta dejarse caer por una catarata atronadora y melódica.

 

Día 6: Casa Ankelba

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Por fuera, Casa Ankelba me recuerda a los barracones prefabricados donde se hacinaban los inmigrantes  deportados en Mesnil Amelot pero hay una diferencia sustancial: por dentro,  esta casa irradia la inocente felicidad de todos los que emprenden el camino de ida sin propósito.

La casa  tiene forma de L y la austeridad campea por cada una de sus siete habitaciones. En un extremo de la casa se encuentra el salón; es la estancia más grande y el lugar donde, a ritmo de burna, discurre la mayor parte de la vida social del centro. Las dos salas contiguas  son los dormitorios reservados a los voluntarios; seis literas estoicas bañadas por una luz penumbrosa.

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A continuación está el pequeño almacén de material escolar, ropa y medicamentos donde el orden de Occidente lucha desesperadamente por imponerse a la inercia etíope. El almacén es también  la cueva donde se guardan  los tesoros más preciados para los niños de la casa y donde, como en Europa, el balón es el rey. La habitación siguiente es la cocina. En ella, las tres cocineras invisibles se afanan en preparar  injeras, arroz y el delicioso siro con el cariño de quién hace tiempo descubrió  el significado más profundo y hermoso del verbo servir. La austeridad y el color se detienen en el porche sin llegar a alcanzar al siguiente edificio: la silenciosa choza donde duermen las cocineras. Tres celdas en las que apenas caben dos colchones y donde parece que el barro, armadura  de los más pobres, quisiera recubrirlo todo.

 

Día 7: El ojo derecho de Abraham

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Hoy hemos acompañado  al pequeño Abraham al hospital con la esperanza de que curaran  su maltrecho ojo derecho. El médico, que desprendía serenidad en todas las facciones de su cara y al que la bata blanca, en medio de la penumbra marrón,  parecía otorgarle más poderes de los que se suelen conferir a su profesión, cogió de su mesa un palito de algodón, lo colocó debajo del ojo del niño y presionó hasta que extrajo  toda la pus acumulada en el conducto lagrimal. Una vez lo hubo limpiado, le pidió con un susurro paternal que se sentara en una silla situada al fondo de la consulta. Desde allí, durante unos segundos interminables, Abraham fue identificando cada una de las letras que el médico le indicaba con el bolígrafo. Cada acierto era un triunfo que todos los voluntarios celebrábamos con la mirada y en silencio. A mi lado, la madre de Abraham, cuya voz no había oído aún, dejó escapar  un sollozo prolongado que  debía de haber permanecido  reprimido en su pecho durante muchas semanas. La sonrisa del médico fue la confirmación esperada de que la herida no había dañado la vista de Abraham; el jueves se someterá a una pequeña operación y sus ojos vidriosos, blancos y negros, volverán también a sonreír.

 

Día 8: Buenas noticias desde la Administración

 

Esta mañana nos han visitado dos funcionarios de Holeta en lo que parecía una inspección rutinaria. Los dos representantes, que compartían el gesto grave que se hereda de padre a hijo, subieron las escaleras del porche con la flema sibilina de las serpientes. Después de saludar secamente  a Ficru y a los voluntarios, se han sentado con éstos para repasar uno a uno los puntos que traían anotados. Después de media hora larga de entrevista en la que no se escuchaba una voz más alta que otra, los dos funcionarios se han levantado y se han despedido con la misma hosquedad que mostraron al llegar. En cambio, en los rostros de Ficru, Carles y Alejandro,podía verse cómo bailaban alegremente  el orgullo y la satisfacción dibujando una mueca tan habitual  en aquellos que acaban  de ser  felicitados  por el trabajo bien hecho. En efecto, la administración de Holeta está muy satisfecha con la labor de Ambessa en la casa hasta el punto de que se va a ampliar el número de niños adscritos al programa de apadrinamiento. Son buenas noticias para todos.

 

Día 9: La maleta intangible

 

A la ida traía conmigo una maleta de 23 kilos repleta de mochilas, bolígrafos, gomas y lápices. Todo este material lo he repartido lo mejor que he podido entre los niños y cuidadoras de la casa.

De vuelta a España, he notado que mi equipaje pesaba mucho menos y  sin embargo, algo extraordinario ha ocurrido cuando el agente aeroportuario me ha pedido que lo abriera en el arco de control; entre los souvenirs para amigos y familiares, se oía una algarabía sorda , como si el mercado de Shola se hubiese colado en la maleta; acercando el oído pude distinguir claramente:

 

  • El rumor de la lluvia sobre los tejados de zinc.
  • Las carcajadas silenciosas de Hanah.
  • La voz quebrada y agradecida de Bereket.
  • La melodía inolvidable de Tajabone.
  • El murmullo optimista de los voluntarios en torno a las tazas
  • Los abrazos sinceros de Tariku.
  • La humilde sabiduría de Ficru.
  • La mirada escurridiza de Ainalem.
  • La sonrisa efímera de Daniel.

 

 

JPC

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